María Esther, mi madre, no hubiera podido nacer de otra manera. De Paraná, Entre Ríos, ya era una garantía de que otra cosa que maestra no podría ser. Y por vocación, profundamente arraigada desde la niñez más pequeña, afirmaba que si tuviera que enseñar gratis, lo haría sin pensarlo.
Era tal su amor por aprender que ya leía los prospectos de los medicamentos a los 5 años de edad. Y era tal su amor por la escuela que cuando en el Pueblo Brugo en donde transcurrió la infancia y la adolescencia, al no haber sexto grado en la escuela hizo ese año tres veces y completos, de puro placer.
Cuando el abuelo logró enviarla a Buenos Aires, a casa del tío Pancho para cursar el sexto grado, mi madre vio abierta las puertas de su vida: ahora podría estudiar el magisterio.
Y como una orgullosa Maestra Normal Nacional (sí, con mayúsculas) egresada del Colegio del Huerto de Paraná, vivió hasta el último segundo en que ejerció como maestra de grados difíciles, porque ella los pedía siempre. Cuando cayó enferma aún joven, postrada por 22 años en la cama sin poder valerse por sí misma, esos recuerdos alimentaron su cautiverio físico enriqueciendo las inolvidables charlas que manteníamos juntas.
Y, fiel a su propósito al nacer, siguió siendo la maestra de la vida de los tres hijos, yo en el medio, recordándola a cada día como la leona luchadora de blanco guardapolvo, a quien los más díscolos y reacios alumnos terminaban por amar.
Era toda pasión, contagiándome una pizca de ese fuego, hasta que la llama se le durmió lentamente para siempre, con la sonrisa de los goloriosos recuerdos de tizas, lápices y papel crêpe de colores en sus enormes ojos oscuros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario